Exquisite Corpse - Issue 3
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Mudanza
by Juvenal Acosta

 

El culo de la pelirroja que beb'a sola en la barra de Harry's a las cinco y media de la tarde no era nada más redondo y brillante como una manzana de Washington: era espectacular -un caramelo de cereza que podr'a dedicarse a lamer por el resto de la tarde-, se dijo Terry Gable.  Hab'a salido de la oficina antes de las cinco y no ten'a el más m'nimo deseo de tomar el ferry para volver a su casa en Tiburón donde su mujer lo esperaba como todos los d'as con su lista de quejas y demandas incumplibles.  La última de ellas le produc'a un dolor instantáneo en el h'gado cada vez que la recordaba.  Ya no cabemos aqu', tenemos que mudarnos.  Por alguna razón que él no entend'a, las cuatro recámaras, el garaje para dos autos y los tres baños ahora le parec'an insuficientes a su esposa.  El medio millón de dólares que cinco años atrás hab'an pagado por la casa al otro lado de la bah'a les hab'a parecido razonable por una casa de esas dimensiones construida en una de las áreas más posh de los alrededores de San Francisco.  Desde sus ventanas y balcones estilo mexicano se pod'an ver como en una espléndida postal de tamaño natural la bah'a, la isla de Alcatraz, y La Ciudad, como llamaban a San Francisco quienes viv'an en los suburbios aledaños.  Por eso la idea del martini doble, un poquito "sucio" con salmuera y una aceituna extra rellena de pimiento español, era terriblemente tentadora como alternativa al regreso inmediato a la casa que hab'a empequeñecido de la noche a la mañana.  Terry ten'a treinta y cinco años, dos hijos rubios y bellos como la madre, un trabajo que le permit'a pagarle a ella el Volvo nuevo, la mejor escuela privada a los niños, y a él mismo su BMW convertible que usaba los fines de semana para irse al club de golf conduciéndolo con su gorrita roja de graduado de Stanford y la ilusión de que quienes lo ve'an pasar con el capote bajo pensaban que se trataba de un empresario solvente y poderoso, terriblemente atractivo, terriblemente masculino.  La realidad era que a pesar de su éxito mediano en la compañ'a de inversiones donde trabajaba, este éxito se hab'a limitado a convertirse en un ejecutivo indispensable en una área que era tediosa y con la que nadie más quer'a lidiar:  ley bursátil internacional.  Consideró la posibilidad de un segundo martini.  La manera en que la cintura angosta de la desconocida se expand'a hasta expresarse magn'ficamente en la forma del culo pecaminoso lo reconfortó con la decisión de no haberse ido de inmediato del distrito financiero de San Francisco.

 El bar vend'a puros.  Entre los ejecutivos de su firma corr'a el rumor de que Harry, el dueño del bar, le consegu'a verdaderos habanos a sus mejores clientes, tra'dos de contrabando de Cuba:  Cohibas, Montecristos.  Pero Terry no era un cliente asiduo; era apenas la clase de hombre que después de las cinco se iba directo a casa.  Por esta razón se acercó a la barra y pidió un Punch hondureño de seis pulgadas.  El bartender se lo entregó en una bolsita de plástico con unos cerillos de fricción y Terry aprovechó para voltear a verle el rostro a la mujer.  Vista de perfil la pelirroja era dinamita pura.  Nariz levemente respingada, barbilla delicada, pechos grandes y aparentemente sólidos bajo la blusa negra de sat'n con brocados color borgoña.  Las piernas cruzadas y la minifalda de seda roja levemente subida revelaban unas medias negras sostenidas por un liguero negro, como la blusa.  La visión de los muslos pálidos, latigando sus ojos como un relámpago mórbido, le hizo tragar saliva y sintió algo que nunca hab'a sentido; un deseo incontrolable de atacarla, de enterrarle los dientes, de arrancarle la ropa con lujo de violencia.  Quiso decirle algo pero no pudo.  Ten'a que volver a casa y además nunca hablaba con mujeres extrañas porque no sab'a cómo hacerlo.  Evaluó rápidamente la situación.  Lo más razonable era pagar en ese mismo momento y salir de inmediato del lugar.  El puro podr'a guardarlo en casa y fumárselo el fin de semana con sus amigos en el club de golf.  La otra opción dejó de serlo para convertirse en una orden de su cuerpo tan pronto volteó a buscar de nuevo con sus ojos la piel de los muslos de la pelirroja:  en los dos segundos que hab'a durado su indecisión, la mujer hab'a hecho girar su banquillo hacia el lado de la barra donde él estaba y con un cigarro entre los dedos le estaba pidiendo fuego.  Sin atinar a mirarla a la cara Terry sacó torpemente de la bolsita de plástico uno de los cerillos que el bartender le hab'a dado y mientras le encend'a el cigarrillo observó que la mujer hab'a separado las piernas.  De entre esa espléndida composición visual hecha de piel blanca, seda negra, falda roja corta y subida, surg'a como un sol de seda rojiza y oscura la presencia de un triángulo de vello púbico.  La mujer hab'a abierto las piernas para mostrarle que no llevaba panties.  Casi se quemó los dedos.  La pelirroja dijo gracias, cerró la piernas y sonrió.  Él trató de sonre'r y cuando finalmente pudo recobrar cierta compostura buscó la mirada de la pelirroja y se dio cuenta de que era completamente bizca.  Esto lo desconcertó.  Jamás hab'a estado frente a una persona bizca.  Terry se sintió repentinamente huérfano, desamparado.  La bizquera de la mujer contradec'a violentamente todo lo que Terry Gable hab'a considerado atractivo en ella segundos antes.  La tersura de la piel, la elegancia y el buen gusto de la ropa, incluso la voz, un poco ronca, ronroneante, todo estaba a punto de derrumbarse ante el peso de esos ojos bizcos que lo observaban con una indecisión fija.  De nada, atinó a responder.  Ella le dio una chupada a su cigarro y después de arrojar el humo le preguntó si quer'a sentarse con ella.  Él tragó saliva y dijo s', por supuesto, sorprendido ante su propia respuesta afirmativa.  Como zombie se dirigió a su mesa, cambió de lugar su portafolios, su saco y lo poco que quedaba de su martini doble.  Fumas puros, dijo ella.  S', respondió Terry sin saber cómo mirarla, tratando de aprender en dos segundos lo que nunca antes hab'a tenido que aprender.  A mi me gusta masturbarme con puros, dijo ella como si hubiese hecho un comentario sobre el clima.  Él no dio crédito a lo que hab'a escuchado y dijo perdón, dijiste que...  S', lo que escuchaste.  Largos, gruesos, cubanos de preferencia.  Me gusta su textura, el perfume que despiden, su firmeza, similar a la de una verga erecta.  Las palabras lo marearon, le hicieron sentir una especie de ebriedad desconocida.  Respiró hondamente y le pregunto por qué le dec'a aquello.  Ella dijo, sin ningún titubeo, porque no me gusta perder el tiempo cuando decido que quiero irme con alguien.  El bartender se alejó y fingió estar ocupado al otro extremo de la barra.  De pie junto a ella, Terry miró nuevamente cómo la bizca hac'a girar la silla una vez más hacia él y cómo los muslos se volv'an a separar lentamente.  Las piernas largas estaban apoyadas en el soporte transversal de su propio banco; la falda se deslizaba hasta la parte superior de los muslos; el sexo desnudo parec'a despedir una fragancia de la que él quiso llenarse los pulmones.  Recordó aquella pel'cula donde Sharon Stone abr'a las piernas frente a los ojos incrédulos de Michael Douglas y se sintió privilegiado, fuerte, poderoso, frente a ese espectáculo exclusivo y con esa referencia cinematográfica.  Tiburón y su casa desaparecieron de su memoria.

El taxi los dejó frente al edificio de la calle Grant, donde ella viv'a, en el corazón de North Beach.  Siguió a la bizca mientras ella abr'a la puerta del edificio y sub'a las escaleras hasta el segundo piso.  El corazón le palpitaba apresuradamente, pero la vista de las piernas largas y firmes de la bizca que sub'an tres escalones adelante de él, la conciencia de su desnudez bajo la falda y la quemadura de ese sol naranja en su deseo le impidieron salir corriendo del lugar.  Nunca le hab'a sido infiel a su mujer.  Solamente una vez, har'a un par de años, una bailarina le hab'a chupado el pito en Centerfolds, un club de encueratrices ubicado a escasas dos cuadras de donde estaba ahora.  Pero aunque hasta la fecha se sent'a culpable, se justificaba diciéndose a s' mismo que una simple chupada de pito no era una infidelidad tan grave.  Aquella ocasión hab'a ido a una despedida de soltero de un ejecutivo de su firma y no hab'a resistido la tentación de tener una rusa de veinte o veintiún años bailándole desnuda en el regazo en un cub'culo privado.  Por cuarenta dólares más te la mamo.  Ahora estaba entrando al pequeño departamento de una bizca desconocida que no usaba calzones y lo hab'a elegido posiblemente porque a esa hora él hab'a sido el único cliente en aquel bar.  La bizca le dijo que se sentara y él obedeció.  Ella se dirigió a la cocina y volvió con una botella de vino blanco alemán, dos copas y un sacacorchos.  Mientras abr'a la botella, Terry observó incrédulo a la mujer que se despojaba de la falda y la blusa y se quedaba semidesnuda sin ninguna ceremonia.  La bizca se hab'a dejado puestos los zapatos de tacón alto, un brassiere negro de seda transparente y las medias sostenidas por el liguero.  Su vello púbico era abundante y casi tan rojo como su cabello.  La bizca se sentó frente a él, subió los pies a la mesa de centro y separó las rodillas para mostrarle sin obstáculos la totalidad de su cuerpo.  El brassiere transparente donde los pezones se apretaban contra la tela delicada, la cabellera larga cayéndole sobre los hombros, la mirada equ'voca, todo en ella era una suerte de desaf'o incomprensible que le hizo tragar saliva una vez más.

 Dame una razón por la cual deba permitirte que me cojas.  Terry abrió los ojos aún más e hizo un gesto que expresaba total desconcierto.  Le dijo que hab'a sido ella quien lo hab'a invitado a coger.  Esto no fue mi idea, dijo mientras trataba de disimular la protuberancia de su erección bajo los pantalones.  Terry comenzó a hacer un movimiento como para acercarse a ella, pero la bizca le ordenó que no se moviera.  Él tomó el vaso de vino con un gesto resignado; no sab'a qué hacer, donde poner sus ojos o su timidez.  La bizca extendió su mano hacia el vaso que él ten'a en la suya, metió en él los dedos 'ndice y medio, los remojó en el l'quido dorado, se los llevó a la boca para chupárselos con un gesto perverso y los sacó después, brillantes como los ojos de Terry, para llevárselos hacia su sexo rojizo y peludo.  Comenzó a frotarse el cl'toris mientras miraba con sus ojos grises e indecisos al ejecutivo ansioso y confundido.  ¿Sabes a que me huele el sexo?  Él no dijo nada, se limitó a mirarla con un gesto que ahora era casi triste.  A perfume francés, a rosas secas.  Un olor que jamás olvidar'as.  La bizca se mord'a los labios, se pasaba la lengua por los labios.  Todav'a no me has dado una razón, estoy esperando.  Terry no sab'a que decir, se hab'a refugiado en un silencio voyerista y en su vaso de vino.  Quiso salir del departamento pero no se atrevió a hacerlo.

 Desnúdate.  Él respiró hondo y se comenzó a deshacer el nudo de la corbata, pero ella le dijo que se quitara toda la ropa excepto la corbata y los calcetines.  Me parece que es un poco rid'culo, musitó con voz t'mida e incómoda el ejecutivo.  Yo te voy a mostrar algo que es verdaderamente rid'culo, le respondió la bizca con un gesto sarcástico.

 Terry acabó de quitarse la ropa y la imagen de s' mismo en esa situación le hizo experimentar un sabor amargo en la lengua.  La bizca se acercó a él y poniéndose a sus espaldas comenzó a acariciarle con las uñas los hombros, el cuello, la nuca.  Él no dijo nada, se limitó a cerrar los ojos y a sentir la respiración de ella atrás de él, las uñas largas recorriéndole ahora las nalgas, ahora los muslos, rozando apenas los test'culos como con navajas.  Las uñas se movieron hacia su cara y él se estremeció cuando se acercaron peligrosamente a la piel de alrededor de sus ojos.  A pesar de no poder verlos, le gustó la presión de los pechos que se acercaron hasta apretarse contra la piel de su espalda.  Adivinó el movimiento de los brazos y los dedos de la bizca que ahora los liberaban del brassiere y trató de adivinar el color de los pezones que ahora le acariciaban la espalda con sus puntas mientras las uñas ya no estaban en su cara sino en su verga erecta.  Todo su cuerpo se estremeció cuando la bizca le pasó la lengua por la nuca y comenzó a recorrerle la columna vertebral en un descenso húmedo y tibio que se prolongó hasta la división de las nalgas.  Comenzó a tranquilizarse cuando la mano derecha de la bizca se apropió decididamente de su verga y comenzó a manipularla.  Dejó de pensar en la corbata que le colgaba del pescuezo y en los calcetines grises de Macy's que le sub'an hasta media pantorrilla.  La sensación de rid'culo comenzó a desvanecerse.  Se concentró en el placer que la lengua ágil de la bizca le produc'a y creyó firmemente que todo iba a estar bien, que si bien era cierto que todo hab'a comenzado de una manera inusual, extraña, ahora todo estar'a bien porque la lengua de la pelirroja era deliciosa y su mano sabia.  Las manos de la bizca tomaron la corbata y aflojaron el nudo.  Con cuidado la subieron hasta la altura de los ojos y volvieron a ajustarla.  Ahora estaba vendado con su propia corbata de seda italiana.  Le gustó el juego.  Era diferente.  Era como estar en una pel'cula.  La bizca le dijo no te muevas, ahora vuelvo.   Terry escuchó el taconeó de los zapatos sobre el piso de madera y cuando el sonido volvió nuevamente hasta él le complació sentir las manos, las yemas de los dedos de la bizca sobre su cuerpo acompañados ahora de una sustancia tibia.  Es aceite para masajes, estás muy tenso.  La bizca lo hizo recostarse boca abajo sobre la alfombra de la sala y procedió a cubrirle la espalda, las piernas y los muslos con el aceite perfumado que ol'a a almendras dulces.  La bizca le separó un poco las piernas y le frotó el aceite en los test'culos, en el culo, en la piel velluda de las piernas.  Terry respiró hondamente y se abandonó a la sensación que aquellas manos expertas le entregaban a cada cent'metro de piel.  Se sintió afortunado.  Nada como el homenaje y el reconocimiento de una mujer como aquella al cuidado que él siempre se hab'a esmerado en procurarle a su propio cuerpo; no pudo evitar comparar lo que viv'a en ese momento con la absoluta negligencia hacia su cuerpo de parte de su esposa, quien jamás lo hab'a tocado de esa manera.  Anticipó su turno; el momento en que él recorrer'a con sus fuertes manos la cintura y la espalda de la bizca; el momento en que finalmente lamer'a ese culo como si fuese un caramelo con sabor a aceite de almendras; el momento en que tendr'a a la bizca abajo de él, gimiendo y pidiéndole más, no te detengas Terry, papacito, dame más.  Con delicia sintió el peso de un cuerpo desnudo sobre sus nalgas y una mano que se posó firmemente sobre su cuello.  No te muevas cabrón, dijo la bizca.  Le tomó un par de segundos advertir que el cuerpo que ten'a encima de él ten'a demasiados vellos como para ser el de ella y que de pronto la voz de la bizca ya no estaba atrás sino enfrente y distante.  El cuerpo que ten'a sobre sus nalgas era un cuerpo de hombre:  el contacto de unos test'culos desnudos se lo confirmó.  Una sensación de pánico se apoderó de Terry y quiso levantarse, pero el peso del cuerpo y las manos que estaban sobre él se lo impidieron.  No te muevas, dijo la bizca, tengo una pistola y te la estoy apuntando a la cabeza.  No supo qué hacer.  Sintió las manos del hombre tocándole agresivamente las nalgas.  Sintió también un chorro de aceite cayéndole en la espalda, en el culo y cómo el cuerpo velludo comenzó a moverse sobre el suyo hasta que la verga erecta anidó enmedio de su trasero aceitado.  No daba crédito a lo que le estaba sucediendo, quiso decir algo y la bizca produjo un sonido que lo paralizó:  hab'a cortado cartucho.  No hables, no te muevas, no digas nada, no intentes nada.  Mi amiguito te va a dar una lección de verdadero rid'culo, pinche ejecutivo de mierda.  El otro cuerpo se frotaba ansiosamente contra él y la bizca se re'a como se r'en los niños en el circo.  El tipo que se lo iba a coger no dec'a nada.  Se limitaba a frotarse contra él agresivamente, cada vez con más insistencia, con más vigor.  La bizca se acercó a su o'do.  ¿Alguna vez te la han metido? susurró con insidia.  No, respondió el ejecutivo.  Supo que la bizca estaba revisando su cartera porque le preguntó si sab'a qué ten'a en la mano.  No, respondió Terry.  Una foto maravillosa de tu familia rubia.  Qué nenes más lindos; qué esposa tan bonita tienes Terry, mira nomás que glorioso par de tetas.  ¿Por que quieres cogerte a otras teniendo estas tetas en casa?  La fricción aumentó atrás de él y escuchó cerca de su oreja los gemidos de placer del tipo que aún no hab'a dicho ni media palabra, sintió las manos grandes y pesadas que se apoyaban sobre sus hombros.  A los gemidos del tipo se sumaron los de la bizca y Terry supuso que se estar'a masturbando.  A un cierto punto aumentaron de volumen y como si estuvieran cogiéndose entre ellos se vinieron ruidosamente al mismo tiempo.  Sintió la descarga de semen viscoso sobre las nalgas y la cintura.  No se la hab'a metido.  Se hab'a venido encima de él.  Sintió una mezcla indescriptible de asco, rabia, impotencia, miedo y como nunca antes en su vida experimentó una sensación de humillación absoluta.  El tipo se levantó y la bizca le recordó nuevamente a Terry que no se moviera.  Sintió cómo el tipo le quitaba los calcetines pero no pudo ver que los estaba usando para limpiarse el semen que le cubr'a la zona púbica y aún le escurr'a del agujero del pito.

 La bizca le ordenó que se pusiera de pie y que no se removiera la corbata que todav'a le cubr'a los ojos.  Comenzó a vestirlo.  Luego le explicó la conveniencia de no decir nada a nadie.  Técnicamente no fuiste violado querido Terry.  Técnicamente estuvimos solos.  Escuchó la puerta de la entrada que se abr'a y se cerraba.  Además no tendr'as que estar aqu' sino en tu casa con tu mujercita y tus hijos.  Me encantó su foto y ahora que tengo tu dirección no sabes cómo nos gustar'a a m' y a mi amigo ir a darle un masaje a ella.  Vas a salir de aqu' y en cuanto yo cierre la puerta te vas a ir derechito a casa.  No sabes cómo los odio a todos ustedes putos yuppies.

Lo primero que hizo Terry Gable al volver a casa fue encerrarse en el baño a sacarse cualquier rastro de aceite y semen que le quedase en el cuerpo.  Se hab'a sacado los calcetines en el taxi que lo llevó como todos los d'as del ferry hasta su casa y los hab'a tirado envueltos en papel en el bote de la basura antes de abrir la puerta.  Su esposa se limitó a encogerse de hombros y fruncir los labios cuando él le explicó la junta de emergencia.  Después de cenar Terry, con el tono de quien necesita hacer conversación para empezar a expiar alguna culpa, le preguntó a la mujer, que met'a en ese momento los trastes sucios en la máquina lavavajillas:  ¿Gorda... cuántas habitaciones dices que necesitamos?

 

 

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